LA VIDA SECRETA de los objetos
Conocí el Rastro siendo muy pequeña. Todos los domingos, en los años cincuenta del siglo pasado, iba de la mano de mi padre a patear por allí, buscando alguna herramienta de segunda, tercera o cuarta mano había que mirar mucho el céntimo y en el Rastro se encontraban gangas-, que le sirviera para engrosar su taller casero donde arreglaba cualquier desperfecto que se hubiera producido en casa. Unos alicates, una llave inglesa, tornillos de diferente tamaño de rosca o vástago… y en el paseo yo me distraía mirando y escuchando los cantos de los pajarillos que se ofrecían en la parte izquierda de la Ribera de Curtidores. El final de tan entretenida caminata era una bandeja de pastelitos en Torres, la pastelería de debajo de casa, en la calle Atocha. Todo era una fiesta, porque eso solo pasaba los domingos.
Papá se nos fue pronto y se interrumpieron esos viajes a la aventura. Pero mis hermanos mayores siguieron durante un tiempo en casa, poco porque también se independizaron enseguida. Me llevaban muchos años y, aunque no de manera premeditada, uno me enseñó a leer y del otro aprendí a mirar. El fanático de la lectura me llevaba a la Cuesta de Moyano y allí, también de segunda mano, me iba comentando lo que él conocía de tal o cual escritor. Y así me aficioné a leer. El otro, menos intelectual, heredó de papá la curiosidad de las calles del Rastro. Y allí, busca que te busca y mira que te mira, encontraba piezas para sus inventos tecnológicos apenas incipientes, una radio de galena, auriculares para que yo jugase con las vecinas como si fuesen “walkie-talkies”… y, sobre todo, cualquier cosa que apareciera de golpe y le inspirase un nuevo artilugio mecánico. Era todo un manitas.
Y así, entre unos y otros, fui tomando cariño al Rastro. Cuando ellos se emanciparon, yo ya leía y miraba, y me entró la afición al cine. Algunas veces me acercaba a ver si encontraba las revistas de películas que más me habían llamado la atención, o algunos fanzines o carteleras desechadas por los distribuidores…
Luego me hice mayor, tuve mi propia casa y la fui llenando de objetos, de recuerdos, de libros, de revistas… de todo lo que me gustaba y podía
poseer… porque ya trabajaba y ganaba dinero, y así almacené más de lo hubiera sido razonable. Porque llega un momento en que también tienes que deshacerte de lo que has ido acumulando.
Siempre se habla de las siete vidas de los gatos. Siete o las que, en cada caso, vayan sumando, pero llega un momento en que los años ponen un límite y esas vidas llegan a su fin. Pero quienes sí tienen, si así nos lo proponemos, vidas infinitas, son esos compañeros más silenciosos que, en muchos casos, nos sobreviven. Son los objetos, ese atrezzo que forma parte de nuestro entorno, al que nos vamos acostumbrando y con el que nos mimetizamos tanto que, igual que pasa con las mascotas, acaba pareciéndose a nosotros. ¿O somos nosotros los que nos parecemos a ellos? No molestan, no piden excesivos cuidados, apenas el paso de una gamuza de vez en cuando que los libere del polvo pegajoso que, sin encomendarse a nadie, se va depositando sobre ellos. Y ahí están, formando parte de nuestra geografía.
Esas vidas, en muchas ocasiones, son imprevisibles. Hay objetos a los que vemos nacer, porque han sido creados o fabricados para sus dueños: un mueble, alguna joya… y viven con nosotros durante un tiempo. Pero un día se extravían, si son pequeños, se nos pierden, alguien los encuentra y decide quedárselos, empezando a formar parte de una nueva familia que los adopta. O, si son grandes, llega un día en que debemos cambiar de casa y no podemos transportarlos o no caben en la nueva vivienda. Ese es un momento difícil, una encrucijada en la que resolver qué nos llevamos y de cuales debemos prescindir… siempre hay amigos o familiares a los que regalar o dejar un recuerdo nuestro… pero al final siempre quedan aquellos que, por sus dimensiones o porque están un poquito desportillados, se van quedando rezagados.
Y sí, llegó también el momento en que tuve que achicar mi mundo. Me había creado un entorno incontrolable, una casa enorme y un museo de objetos pegados a mi piel. Todo aquello lo habíamos hecho entre dos. Y el otro se fue antes de lo previsto. Y no pude abarcar todo lo que había acumulado. En ese momento volví al Rastro. Pedí ayuda y encontré un librero de viejo y un revendedor de almoneda que se hicieron cargo de todo mi universo. Yo, ahora, llevo un equipaje muy ligero, unas tazas de porcelana que eran de mamá y resistieron el paso de los años y la guerra, y
una pequeña selección de mis propios hallazgos. Los demás siguen sus nuevas vidas en otras moradas, con otros dueños… Y alguno puede que todavía siga en el Rastro, restaurado y jovial. Cualquier día me doy una vuelta a ver si por casualidad me reconoce y me guiña un ojo cómplice. O quizás, ¿Quién sabe?, incorpore a mi vida algún caprichito pequeño, que me pueda permitir y que venga ya criado, con otras vidas a su espalda.
SOL CARNICERO BARTOLOMÉ
Directora de Producción Cinematográfica (Madrid, julio 2023)
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