Cuando Cajal perdió el Nobel

Uno al morir, de algún modo, siempre vuelve al Rastro. Desde el más grande al más pequeño, y da igual que seas un premio Nobel, un gran pintor, un ministro o un conservador histórico del Museo del Prado. Fotografías descolgadas después de 50 años adornando el salón comedor con amores destruidos o con retratos de boda apolillados, libros con dedicatorias y recuerdos de prometedores finales felices, terminan en banastas cual fruta de saldo deteriorada por el calor.

Como si del poema de Jorge Manrique se tratara, nuestras vidas van a dar al mar y esos ríos, en esta meseta manchega, desembocan en nuestro mercado centenario.
«Ved de cuán poco valor
son las cosas tras que andamos
y corremos,
que en este mundo traidor
aun primero que muramos
las perdemos…»

La historia de Ramón y Cajal se repite cientos de veces, pequeños objetos personales que vuelven para que alguien los encuentre. Todo arranca una tarde aciaga en el número 64 de la calle de Alfonso XII de Madrid, donde el premio Nobel se hizo construir una casa palaciega para él y su familia en la que viviría desde 1912 hasta su fallecimiento en 1934. El recinto contaba también con un excelente laboratorio y, según cuenta el anecdotario, un buen día cayó a la calle un ojo de un feto con sífilis que había colocado en el alfeizar de la ventana.

Cualquier domingo, apenas despierta el día, un ejército de buscadores de tesoros invade las aceras tratando de encontrar el vellocino de oro. Creo que fue el 15 de octubre de 2017 cuando observé en el callejón del Mellizo unos carteles litográficos con el retrato y la firma del premio Nobel. Compré algunas láminas litográficas impresas en Londres y coloreadas pertenecientes a la obra de A. A. Cane de 1834 a 1836, sin pensar que aquellas anotaciones a lápiz pudieran ser notas del científico, que habría utilizado probablemente para la enseñanza. Meses antes había visto en unos contenedores de la calle cantidad de objetos destrozados y deteriorados libros de medicina que en principio no relacioné con Don Santiago, a pesar de que estar justo en la puerta de su palacete. Más tarde descubrí que, efectivamente, se trataba de cientos de obras y objetos que procedían del laboratorio y de su excelente biblioteca. Una de sus nietas, Angelines, que aún seguía viviendo en el edificio, tras venderlo a una inmobiliaria, ordenó vaciar la vivienda.

Ese genio, que fue galardonado en 1906 con el premio Nobel de Medicina por sus investigaciones sobre la neurona, base de la neurociencia oderna, y considerado como el científico sobre el cerebro humano más famoso que jamás haya existido, cien años después, demuestra a los madrileños que no tenemos cerebro ni para valorar su obra ni para reconocer su herencia.
El neurólogo era además un gran artista y produjo miles de dibujos, de los que actualmente se conservan unos tres mil depositados en el Museo de Ciencias Naturales. Él mismo se definía como un artista visual. Solía usar tinta china y sus esbozos no eran otra cosa que una plasmación visual de su pensamiento. No es extraño que en el Madrid de los años 20 sus diseños y bocetos fueran conocidos por Cuando Cajal perdió el Nobel García Lorca y Dalí, por lo que algunos de estos podrían guardar paralelismo con la manera de representar y expresarse técnicamente de nuestros dos grandes genios.

Las anécdotas sobre la compra de dichos objetos son infinitas y salpican las páginas de los diarios. Es el caso de sus críticas y escepticismo sobre obras publicadas, como el ejemplar del libro Fotografie di Fantasmi encontrado en nuestro mercado con anotaciones personales del Nobel, en las que pone de manifiesto sus dudas ante semejante obra y desvela los trucos de las fotografías.

Chisteras, maletines, libros, bastones, entre muchos otros objetos, también fueron encontrados una mañana de domingo por coleccionistas de Barcelona que paseaban por nuestras calles. Gesta de la que el propio Andrés Trapiello recuerda ser testigo. Terminamos esta triste crónica reproduciendo uno de sus pensamientos reflejados en sus famosas charlas de café, donde cada pieza encontrada no deja de ser una esperanza desvanecida de lo que pudo haber sido una fundación dedicada a su vida y obra, que mostrase de forma contextualizada aquellos objetos hoy desperdigados:
«En el mundo todos vamos de caza por un coto más escaso en perdices que en cazadores.
Y cada pieza cobrada representa para los demás una esperanza desvanecida».

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