El Rastro en la historia de Madrid

Desde que Felipe II decidió instalar la capital en Madrid en 1561, el barrio del Rastro se ha distinguido por su carácter abierto y trabajador. Abierto porque ha acogido a un buen número de inmigrantes procedentes de lugares muy diversos, y trabajador porque la mayoría de los recién llegados y de los ya establecidos eran personas en busca de un empleo que no siempre se encontraba fácilmente y cuando se conseguía era en oficios considerados viles, como todos los vinculados con el cuero. También, como podemos ver en un documento de 1625, el comercio minorista fue un buen recurso para las economías más modestas de los barrios del sur cercanos a la calle de Toledo. El símbolo distintivo de nuestro barrio ha sido el matadero de reses establecido a finales del siglo XVI en la plaza Vara de Rey -conocida antes como el Cerrillo del Rastro- así como las industrias del cuero derivadas del mercado de la carne.

Las curtidurías daban nombre a la principal calle del barrio –llamada en el XVII Tenerías y luego Ribera de Curtidores-, pues las pieles ocupaban a curtidores, guanteros, pellejeros, guarnicioneros, pergamineros, fabricantes de cuerdas para instrumentos musicales, zapateros… En suma, oficios del cuero, que como decíamos eran considerados viles.

Pero había más que cuero, pues otros industriales aprovechaban al máximo las oportunidades del trabajo abundante y barato. En el barrio también había fabricantes de hachas de viento1, cera y velas de sebo; un buen número de papeleros, tejedores y pasamaneros; sastres y costureras; y a fines del XVIII la instalación de sendas fábricas reales –de salitre y tabacos- facilitó trabajo a muchos habitantes del barrio. Todos ellos
conformaban el paisaje socio-laboral de los barrios del sur de Madrid.

El sistema mercantil imperante en Madrid se caracterizaba por la profusión de mercados improvisados e ilegales, conocidos como baratillos. Estos comienzan a aflorar en 1561 nada más llegar la Corte a Madrid de forma definitiva. A finales del siglo XVI y durante todo el XVII estos mercados ambulantes surgen en un buen número de plazas y calles. Cualquier lugar era bueno para vender medias, encajes, cintas, abalorios, botones… Todos son perseguidos por las leyes contra los baratillos que prohíben la venta ambulante en la Villa y Corte.

En esta comunidad del baratillo había muchos profesionales (buhoneros o cajeros); también muchos madrileños y madrileñas faltas de recursos. Hubo que esperar al siglo XVIII para que todo este trasiego de vendedores, compradores y productos se centralizase en un lugar de la ciudad.

Un baratillo que nos ha legado una fascinante escena es el que estaba ubicado en la plaza de Santa Cruz. En la esquina izquierda del edificio
de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte –hoy sede del ministerio de Asuntos Exteriores- se aprecian unos puestos de pañuelos, y en la misma fachada de la que en aquel momento era la Cárcel de la Corte, hay escarpias de las que cuelgan otros productos textiles. Pero lo que sobresale entre el gentío del centro de la plaza son los muebles puestos a la venta. La plaza alojaba también hostales frecuentados por inmigrantes y era lugar de contratación de criadas y trabajadores de la construcción. En los soportales de la derecha se concentraban los zapateros, que sacaban a la calle sus puestos.

En las primeras décadas del XVIII ya confluyen en las calles aledañas al Rastro los vendedores de comestibles, zapatos, ropas y objetos usados.
Este último fue el producto con más fortuna.

Así desde 1710 vendedores y compradores de ropa y otros artículos de segunda mano comenzaron a concentrarse entre las Plazuelas del Duque de Alba y la Cebada, y las calles Estudios y Cuervo. En 1712 ya había 9 prenderías en esta área –de un total de 45 en la ciudad- y en 1727 el
famoso Torres Villarroel mencionaba a los prenderos de San Millán suministrando ropa usada a los inmigrantes gallegos y asturianos. Hablamos de momento de tiendas, pero en 1738 varias mujeres fueron denunciadas por vender de forma ambulante ropa de segunda mano en la Plazuela del Rastro. Y ya en en el año 1740, los vendedores ambulantes de ropas usadas se asentaron definitivamente en estas plazas y calles, de modo que El Rastro surgió entonces como mercado de diario de objetos usados.

En 1751 tenemos la primera referencia del mercado de domingos y en 1763 del de festivos. En suma, en los años 1760 El Rastro ya era una realidad periódica de la vida de Madrid.

Conocemos esta cronología por las denuncias elevadas por los ropavejeros y prenderos a la Sala de Alcaldes de Casa y Corte, el alto tribunal cortesano donde se dirimían las cuestiones relativas al comercio y abasto urbano. Esas denuncias siempre inciden en la competencia que les
supone a los dos oficios la venta ilegal de ropa efectuada por hombres y, sobre todo, mujeres pobres, del barrio.

Esa venta era ambulante, solía hacerse a primeras horas del día y lo que empezó siendo una práctica realizada en días laborables acabó ejerciéndose también en domingos y festivos.

A la altura de 1750 el asentamiento de los vendedores ambulantes en el Rastro refleja que las clases populares madrileñas habían encontrado una solución al suministro de objetos usados en el dramático contexto económico que preludiaba el motín de 1766.

Desde el año 1770 son ya muy abundantes las referencias documentales del mercado de ropa usada del Rastro, pues muchos hombres y mujeres se dedicaban a vender ropas, alhajas y trastos. El Rastro aparece incluso en las obras de literatura: en 1770 Ramón de la Cruz lo incluye en un sainete titulado “El Rastro por la mañana” Las mujeres sobresalen en estos tráficos, de manera que un contemporáneo afirmaba “que éstas [mujeres casadas] entre semana no hacen otra cosa que adquirir ropas y demás cosas para venderlas en los domingos y otros días festivos por las referidas calles, Plaza Mayor y particularmente el Rastro como si fuese mercado público”.

Muchas eran vendedoras ambulantes, pero también las había que tenían tienda fija y 60 estaban incorporadas en el gremio de prenderos (cuando las mujeres estaban excluidas de las corporaciones).

Ante la avalancha de vendedores y compradores, el ayuntamiento tuvo que eliminar la prohibición de la venta, de modo que la venta callejera en un puesto pasó a ser legal a cambio del pago de una licencia. En 1811, en plena guerra de la independencia, el ayuntamiento concedió la primera licencia de venta en el Rastro.

En la década de 1820, varios zapateros comenzaron a vender calzado hecho en exclusiva para los puestos del Rastro. Se iniciaba así la comercialización de productos nuevos en nuestro mercado. Las protagonistas de este tráfico también eran mujeres.

En 1834 el Marqués de Pontejos intentó por primera vez eliminar el mercado de su ubicación original. Fue un intento infructuoso.

Las formas de venta dieron un giro en la segunda mitad del siglo XIX con la aparición de los bazares de las Américas, que pasaron a ser el alma del Rastro.

Por primera vez, los vendedores ambulantes tendrían un espacio para ellos resguardado de las inclemencias del tiempo. Cuando hacía buen tiempo podían sacar a sus patios las mercancías, y cuando llovía podían seguir realizando sus ventas en los cobertizos del bazar. Contaban con lugares de almacenamiento propios y urinarios. A cambio de estos servicios pagaban una cantidad fija a sus administradores. Los peligros de comerciar allí no eran pocos: la acumulación de productos hacía que los incendios estuviesen a la orden del día.

Los bazares más célebres eran tres: el primero en levantarse fue el denominado de las Primitivas Américas o Bazar de la Casiana. Estaba en el número 13 de la calle de Mira el Sol, esquina con la Ribera de Curtidores. Otro estaba al final de la Ribera de Curtidores y contaba con dos establecimientos separados por un estrecho pasillo, eran las Grandiosas Américas o también llamado el Bazar del Médico. Otro se encontraba en la actual ronda de Toledo, antes llamada Ronda de Embajadores. Era el Bazar de El Federal o las Américas Bajas.

Estos tres bazares tenían en común compartir el nombre y algunos rasgos como el tipo de productos a la venta (fundamentalmente ropa usada, muebles y libros viejos, y artículosde lance) y la morfología del establecimiento (en origen antiguos corrales o tenerías rehabilitados para la
ocasión). En algunos se vendían obras de arte y manuscritos antiguos.

De finales del siglo XIX datan los primeros grabados y litografías aparecidos en los periódicos y revistas de la época.

En el año 1905 confluyen tres hitos de la historia del Rastro: legalización de la venta los domingos, una demanda de décadas de los vendedores con tienda y del comercio ambulante; desaparición del “Tapón del Rastro”, un edificio que impedía el acceso desde la calle Estudios a la Ribera de Curtidores y que supuso la apertura de una salida del centro de la ciudad hacia los barrios del sur; y Blasco Ibáñez publica “La Horda”, donde un literato ofrece la primera descripción precisa del mercado.

Entre 1905 y 1936 El Rastro se convierte en un zoco cosmopolita. La conjunción de venta ambulante, puestos fijos, tiendas y bazares o patios y
corralas comenzaba a llamar la atención fuera de Madrid. En él se ganaban la vida muchos vecinos del barrio, al tiempo que comenzaban a frecuentarlo nuevos clientes, desde dandys a extranjeros ávidos de antigüedades y gangas.

También lo visitaban escritores como Pío Baroja o Azorín, pero sería Ramón Gómez de la Serna el que se quedaría prendado del mercado, llegando a escribir “El mundo me anonadó en plena adolescencia desde el fondo del Rastro”. En 1914 saldría a la imprenta su obra “El Rastro”, sin duda, la obra más famosa dedicada a nuestro mercado y barrio.

En 1940, Arturo Barea publica en Londres desde el exilio, su obra autobiográfica “La forja de un rebelde”, en la que describe en el primer volumen con gran precisión el ambiente y las calles del Rastro de Madrid.

Pese a la mayor popularidad del mercado, este tuvo que sufrir nuevos intentos de cambio de ubicación de los bazares o de todo el mercado. Así sucedieron en 1891, 1924 y 1933. También resultaron baldíos.

Hubo Rastro durante la guerra. Pese al riesgo que significaban los obuses, lo hubo en los bazares de las Américas y en la misma Ribera de Curtidores. El 18 de julio de 1937, un año exacto después del golpe de Estado, el periódico “La Crónica” publicaba en tres columnas un reportaje sobre el Rastro titulado Los penúltimos héroes de Cascorro. “Entre los adoquines del Rastro, removidos por una explosión, crecen frutos que nadie sembró”. En este artículo-reportaje aparecen varios vendedores del Rastro dando su opinión sobre la situación del mercado, amén de sus fotografías. El más afectado por la aviación franquista fue el Bazar del Médico, donde en noviembre de 1936 una bomba se llevó por
delante gran parte de los depósitos de hierros y maderas, el material de derribo almacenado, el mármol y las bañeras allí depositadas. Descendieron los clientes y con ellos las ventas, pero hubo comercio ambulante en Cascorro y siguieron abriendo Las Américas. Las milicias acudían al Rastro para adquirir motores para sus camiones, varios vendedores suministraban piezas y metal para el ejército republicano e incluso un carpintero del bazar de la Casiana elaboraba sillas y mesas para escuelas, hospitales y cuarteles.

Al acabar la guerra el Rastro fue una de las vas de conseguir dinero fácil mediante el estraperlo. En el mercado se vendían ilegalmente y
a pequeña escala productos de primera necesidad básicos para la población del barrio. Estos negocios no sacaron de la miseria a la inmensa mayoría de comerciantes, pero unos pocos se labraron gruesas fortunas y lograron cambiar de vida. Es el Rastro reflejado en “Domingo de carnaval” de Edgard Neville (1944) o en “Mi tío Jacinto” de Ladislao Vadja (1956). También es el Rastro en el que los anticuarios decidieron prescindir de los bazares y construir edificios nuevos en los que exponer y vender sus productos. Es el surgimiento de las Galerías.

Las primeras Galerías se erigen en 1940-1941. Son las Galerías de la Ribera en el número 35 de la Ribera de Curtidores o también llamadas Galerías Bayón, porque los hermanos así apellidados consiguieron enriquecerse con la venta de los artículos decomisados al ejércitorepublicano.
En 1951 se abrieron las Galerías Piquer, un espléndido edificio primero llamado Isla de Cuba, donde se concentraron los mejores anticuarios de todo Madrid. Un año después, los clientes ávidos de antigüedades, vieron como la oferta de estos artículos se incrementaba con la apertura de las Nuevas Galerías.

En 1961 un joven Carlos Saura fotografió un cambio de ciclo del Rastro. Sus fotos reflejan un mercado entre el fin de la autarquía y el comienzo del llamado “milagro español”. Eran los años que preludiaban el crecimiento del turismo y la implantación de las bases americanas. El Rastro se benefició de ambos factores, de manera que aumentaron las ventas destinadas al exterior –hubo empresas especializadas en la exportación de antigüedades-, la presencia de turistas extranjeros y la variopinta oferta de obras de arte y negocios de pega. Son años de transformaciones importantes en el barrio: desaparece el boulevard de la antaño Ronda de Embajadores y comienzan las primeras señales de alarma para los bazares de las Américas.

Mientras los hippies y los exiliados latinoameicanos se presentan como la nueva hornada de vendedores de los años 1970, El Rastro sigue su labor de hervidero social, cultural y político. Patxi Andion regala un himno al barrio y al mercado con su célebre “Una, dos y tres…”
Ya muerto Franco, Cascorro se convierte en punto de encuentro de partidos políticos y movimientos sociales que ven en el Rastro un posible escaparate para sus demandas.

Todos, junto a los vendedores ya establecidos hacía tiempo, experimentan los rigores de una crisis económica sin fin, así como la violencia de
grupos de ultraderecha.

Con los comienzos de la Movida, el Rastro presencia la llegada de jóvenes más preocupados por la cultura underground, de los fanzines y la música. Mientras tanto, el Ayuntamiento se desentiende del mercado y éste se expande sin límites.

En la década de 1980 desaparecen muchos de los rasgos distintivos del Rastro. Los bazares de las Américas languidecen o cierran, y el Rastro de diario llega a su fin. La presión al Ayuntamiento por parte de los vendedores que ven una situación crítica del mercado, deriva en el asociacionismo de los comerciantes y la organización de las primeras jornadas de estudio sobre el Rastro. Se regula el límite espacial del mercado, desaparece la venta en la calle Gasómetro y el negocio de los coches de segunda mano.

También aparecen innovaciones: el mercado del disco y el de los ordenadores florece. Muchos artistas ven en el Rastro inspiración para sus
obras, ya sea cine, fotografía, música… El ambiente cultural del Rastro queda inmortalizado en el hermoso mural de Enrique Cavestany en el
comienzo de la calle Embajadores.

Y con el nuevo siglo, llegan más problemas y nuevas luchas de los vendedores, propias de un mercado vivo y rebelde, como la misma ciudad
de Madrid.

José A. Nieto

Profesor de Historia Moderna en la Universidad
Autónoma de Madrid, buena parte de sus trabajos de
investigación giran en torno al comercio de Madrid.
Creció en el seno de una familia de comerciantes del
Rastro, sobre el que ha publicado varias monografías.
En 2007 le ha sido concedido el “Premio Villa de
Madrid de Investigación Municipal”.

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