En Madrid no llueve

La señora Paca canta, llora y riega sus geranios mientras te cuenta sus penas y aventuras; es la vecina de mi cuarto piso, compañera de alconada, patio y pasillo con derecho a servicio.
Nuestra corrala es de estrechos corredores y corazones anchos, una puerta y dos ventanas por estancia, bombillas sin lámpara al aire con las
cuerdas cableadas.
—Fernando es el más serio y trabajador, pero el más malo—gime Paca en voz baja mientras le afea que no le haya dejado dinero— el muy maldito, no sé dónde lo guarda. Delgaducho y medio raquítico, soporta sobre sus hombros las rojas bombonas de butano por todas las empinadas calles del barrio, y ella oye el tintinear de propinas y chatarra en los bolsillos de su mono.
—Se lo da a mujeres. Es uno de sus tres hijos, frutos de un cuerpo pequeño, pero a la vez fuerte y ágil, que se ha ido quebrando con los años y ajando con la vida, que sabe la vida de todos y todos saben la de ella, cantando sus miserias, antes de que te lo cuente otro; los tres nacieron con los años, desconoció varón que la desposara, figura paterna que regalara Reyes o compañero que la arropara en los fríos inviernos de esas paredes.
Vende la lotería y presume de repartir la suerte que a ella se le niega.
—A Toni le va muy bien; tiene “un toless” en un pueblo cerca de Madrid, pero las chicas le quieren y le respetan; hay algunas muy majas. Gana mucha guita y me da, porque van personas importantes, con parné –dice mientras deshoja sus geranios y los pétalos tintan sus yemas.

El patio tiembla, se oye la voz, aunque pase por la sombra, de Pepo.
—¡Viva Janis Joplin!
—¡Viva Jimmy Hendrix!
Es su santo y seña gritado desde la entrada; cayó en el insomnio de la heroína, corriendo el alcohol y la sangre por su cuerpo, y como en pequeñas dosis se estremece y consume.
—Pero es un buen hijo, muy bueno —grita Paca apagando el ruido de sus soflamas. A veces tira las macetas reventadas de flores y su estruendo nos hace estremecer, pero nadie se asoma a la ventana. Bueno…
—La de enfrente, la de enfrente, esa no tiene papeles. ¡Que está casada dice! ¡Y yo que me lo voy a creer! ¡Que enseñe los libros, que enseñe
los papeles!

Así es el día a día en esta pequeña úlcera de la ciudad, una acera escondida, cubierta con cortinas ajadas y oculta al exterior de las aceras.
Mi música muerde sus paredes y su bombilla de pequeño voltaje se quema y tiembla en un casi inexistente filamento. Mientras suenan los
Rolling en mi habitación, pegada a la suya, ella corre como loca a mi ventana.
—¡Niño, apaga la música, que se me come los voltios!

La luz viene y va como los días tras la noche; entre el hueco del patio se ve un cielo estrellado y limpio que se abre al universo eterno, donde huele y se avecina arcilla y agua.
—El casero nunca me arregla nada —y suspira mientras busca los cubos y la fregona.
Se hace más oscuro, se corren los paños de los alambres, las sillas de tijera se recogen en el patio debajo de las balconadas, los torreznos y
el aceite crepitan en la noche y ella gime por las cuatro gotas que caen sobre su cama, en amarillentos desconchones, del techo. —El casero no me arregla nada —y, mientras la miro, solo se me ocurre aquello de “pero Paca, si en Madrid no llueve.”

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