El Rastro de 1808 por José A. Nieto Sánchez (Grupo Taller de Historia Social)

Al finalizar el invierno de 1808 Madrid era un hervidero de rumores. El mismo día de San José los ánimos estaban tan exacerbados que las fuerzas del orden no habían podido evitar un primer alboroto, y los intentos desesperados por contener los siguientes
bullicios populares fueron infructuosos. El gobierno echó mano de los gremios de plateros y prenderos para crear una especie de guardia cívica, pero todo fue inútil. Contra el muro de la indignación popular chocaron también las sucesivas proclamas
instando a los menestrales a volver al trabajo y la instauración de un rígido horario de cumplimiento obligado por tiendas y tabernas. Si lo que se pretendía era evitar el enfrentamiento con las fuerzas de ocupación francesas reprimiendo la sociabilidad de las clases subalternas, las medidas se saldaron con el fracaso más absoluto. El toque de queda en los barrios de Lavapiés y el Rastro no pudo impedir que las mujeres y los niños tramasen algaradas y alborotos. Pasquines y coplas indecorosas contra los franceses salían desde esos mismos barrios hacia el resto de la ciudad. En mayo esas mujeres y niños serían acompañados por sus maridos y padres en su lucha contra el
invasor francés. Muchos de ellos serían posteriormente fusilados en las tapias del Príncipe Pío y la Puerta de Alcalá.

En buena medida, la aversión contra los franceses que estaba tras el estado de agitación
general de los llamados barrios bajos se apoyaba en la percepción popular del desigual acceso a los recursos de primera necesidad. Los madrileños de a pie consentían de mala gana que los privilegiados tuviesen un sistema de abasto distinto al suyo, que los problemas en los canales de distribución nunca afectasen a los poderosos, o que en las despensas de las embajadas o de algunos nobles los trapicheos con ciertos géneros básicos supusiesen un plus de beneficios para los que ya de por sí tenían sus arcas
excesivamente llenas. La presencia de las tropas imperiales había aumentado hasta el paroxismo este sentimiento de desigualdad. El acuartelamiento del ejército de Murat exigía un esfuerzo ímprobo a los madrileños en trigo, cebada, vino, leña…. Y después de contemplar toda esta exacción extraordinaria –que se sumaba a la tradicional-, los madrileños que no tenían que llevarse un mendrugo de pan a la boca todavía debían – según las autoridades españolas- hablar bien a los franceses y comportarse correctamente en su presencia.

La agitación constante de esos días se dejó sentir sobremanera en ciertas áreas de Madrid, en especial, en el mercado del Rastro. No era este un zoco cualquiera, pues aglutinaba una gran tipología de formas de venta (en tiendas, puestos, cajones, tablas), de géneros (un variado elenco de comestibles, calzado, objetos usados) y de comerciantes (mayoristas, al detalle). Entre los vendedores de comestibles destacaban
los fundadores del mercado, los abastecedores de carne. Mucho tiempo atrás, esos abastecedores eran obligados, es decir, comerciantes que aceptaban por un tanto las exigencias municipales en el abasto. Su carne, tras salir del matadero, era transportada y despachada por menor en las tablas de las carnicerías situadas en la Plaza Mayor, Red de San Luís, y plazas de Santo Domingo y Antón Martín. En 1808, la mayoría de los tratantes mataban y vendían el carnero en el mismo Rastro por piezas y por cuartos. Nuestro mercado no destacaba por acoger las tablas de vaca –solo tenía una-, pero sí por el mejor surtido de todo Madrid en tablas de carnero, con un total de diez. También sobresalía por atraer a un nutrido número de menuderos y triperos, que acudían allí para comprar al por mayor los subproductos derivados de la carne. A comienzos del siglo XIX algunos de estos vendedores de criadillas y menudos debían de poseer fortunas nada despreciables, como ese José Morales, que al tiempo que mantenía su negocio en el Rastro, hacía lo propio en la Plaza Mayor con otros doce puestos, todos atendidos por mujeres. Las mondongueras suministraban cordillas a los violeros (o fabricantes de cuerdas para guitarra), y al calor de las pieles, en los alrededores del Rastro también había proliferado desde tiempo atrás una extensa y variopinta colonia de curtidores, zapateros, guarnicioneros, zurradores, boteros, pergamineros….

Podemos seguir con los vendedores de otros comestibles. Desde comienzos del siglo XVIII la Plaza del Rastro había concitado a vendedores de pan, pescado y frutas. En 1800, frente a la calle de la Ruda, se agolpaban varios cajones de panaderos y dos más propiedad de vecinos individuales (uno frente a la Cruz del Rastro, estaba cerrado desde hacía tiempo; el otro era del oficial zapatero Andrés Gutiérrez, y estaba situado “entre los del pescado, frente a las aparejeras o casqueras”). A través de la confección de listas periódicas de vendedores, el ayuntamiento se afanó por conocer y controlar el número de los pescaderos y fruteros. Al comienzo no eran muchos: 10 puestos de pescado en 1732; 4 de pescado y 6 de frutas de 1756. Pero estos últimos subieron ya a 23 en 1776
convirtiendo a la plazuela del Rastro en la segunda de Madrid en venta de frutas, solo superada por la Plaza Mayor. Era el comienzo de lo que luego sería la eclosión de las verduleras de la célebre calle de la Ruda. Por último, multitud de tabernas y bodegones de puntapié se encargaban de suministrar comida rápida y barata –gallinejas, menudosa los trabajadores que no podían allegarse a sus casas durante el día. Solo resta anotar que a comienzos del siglo XIX la Ribera de Curtidores, probablemente en su área inferior, acogía un mercado de caballerías.

Estamos viendo que en el siglo XVIII el Rastro tenía aún en el mercado de comestibles su principal baluarte. La amplitud del horario de mercado era muy valorada por personas que se pasaban todo el día fuera de sus casas, y solo podían adquirir los productos de primera necesidad en domingo o después del trabajo. Sin embargo, los últimos en establecerse allí, los vendedores y vendedoras de ropa usada, que desde 1740 revoloteaban de forma ambulante, y desde al menos 1751 ya negociaban en domingos y festivos, serían los que posteriormente darían fama al Rastro.

 Los canales de distribución que acabamos de señalar solo hacen referencia a la venta diaria. Los madrileños los apreciaban mucho, aunque sentían una querencia especial por las ferias, un acontecimiento puntual que atraía a una gran parte del vecindario madrileño por los precios más asequibles que el resto del año. Las de San Mateo, celebradas en el ocaso del verano y comienzos del otoño, eran una ocasión pintiparada para los vecinos de los barrios bajos, que acudían en tropel a las plazuelas del Rastro y la Cebada a aprovisionarse de comestibles traídos desde pueblos cercanos, y de géneros de loza, vidriado y esparto, que cubrían distancias más grandes.

Hemos repasado hasta aquí los productos que suministraba el Rastro: carne, pan, pescado, frutas y objetos diversos. Cualquier variación en el abasto de algunos de estos productos – especialmente del pan- podía ocasionar un tumulto de imprevisibles consecuencias. A finales del siglo XVIII la caótica situación del abastecimiento de los productos básicos era tal, que hubo que proceder a la reforma del sistema. La institución encargada de hacerlo fue la Real Dirección de Abastos. Acababa así el largo periodo de administración municipal del abasto y sus más de 45 millones de pérdidas. Pero lejos de traer las soluciones deseadas, el mencionado organismo desató la quiebra definitiva del sistema, justo en un momento en el que se producía una de las más duras crisis agrarias de todo el Antiguo Régimen.Hemos repasado hasta aquí los productos que suministraba el Rastro: carne, pan, pescado, frutas y objetos diversos. Cualquier variación en el abasto de algunos de estos productos – especialmente del pan- podía ocasionar un tumulto de imprevisibles consecuencias. A finales del siglo XVIII la caótica situación del abastecimiento de los productos básicos era tal, que hubo que proceder a la reforma del sistema. La institución encargada de hacerlo fue la Real Dirección de Abastos. Acababa así el largo periodo de administración municipal del abasto y sus más de 45 millones de pérdidas. Pero lejos de traer las soluciones deseadas, el mencionado organismo desató la quiebra definitiva del sistema, justo en un momento en el que se producía una de las más duras crisis agrarias de todo el Antiguo Régimen.

A comienzos del siglo XIX Madrid rondaba los 200.000 habitantes. Este aumento de la demanda suponía un reto para el recién estrenado sistema de abastecimiento. La previsible crisis de suministro hizo necesaria la creación en 1801 de la Compañía de panaderos, una plataforma comercial y productiva encargada de cocer un cupo diario fijo de 2.400 fanegas. Ese cupo era posible de alcanzar porque en Madrid había 92 panaderos y 96 tahonas capaces de panadear hasta 2.703 fanegas diarias en sus 136 piedras. Una parte importante de esas tahonas y de su producción total se alojaba en los barrios del Rastro y Lavapiés: nada menos que 24 panaderos y tahonas así como 29 piedras. De estas cifras se desprende que la mayoría de las panaderías del Rastro y sus alrededores no eran muy grandes: la media de piedras y su producción era muy pequeña. Solo las panaderías de Agustín Peña (con sus 18 fanegas de pan español y 15 de candeal), y Ramón López (con 16 de español y 8 de candeal) escapaban a la tendencia general de nuestro barrio.

Pero estas pequeñas panaderías y los rudimentarios cajones en donde se vendía el pan eran básicas para el abastecimiento de los trabajadores del sur y para el mantenimiento de la paz social. Era imprescindible tenerlas bien abastecidas y a precios módicos, justo lo contrario de lo que sucedió a comienzos del siglo XIX. En esa coyuntura la recién estrenada Compañía de panaderos no pudo evitar las sucesivas subidas del precio del pan, su escasez y el recurrente ardid del fraude en el peso, factores que se hicieron notar sobremanera en los obradores más pequeños y en las redes de distribución más próximas a los madrileños de a pie. La consecuencia fue el estallido: el 6 de abril de 1802 vecinos y vecinas del Rastro quemaban los puestos de pan ubicados en la plazuela homónima. Los que posteriormente fueron identificados como cabecillas de este tumulto fueron condenados al destierro, trabajos forzados o simples multas pecuniarias.
Las mujeres involucradas fueron enviadas al Hospicio. Desde entonces, en el Rastro, “que es donde se han quemado los cajones y notado el mayor desconcierto”, se estableció una guardia permanente de vigilancia.

Con posterioridad, la guardia establecida para proteger los cajones bien pudo haber servido para controlar otros alborotos populares. De hecho, en 1808 los madrileños de los barrios bajos no recibieron bien los rumores crecientes de que ese año no iban a celebrarse las tradicionales ferias de la Cebada y el Rastro a finales del verano. La excusa: el gobierno temía la concentración de gente. El primer aviso se había dado meses antes, cuando el gobierno había prohibido el mercado de ropa vieja por el grave daño que se produce “de que se reúnan muchas gentes en el Rastro los días festivos, y [que] pueda turbarse la tranquilidad pública”. La persistencia de los rumores hizo aumentar el desasosiego en los barrios bajos, pero septiembre llegaba con las tornas cambiadas. El ejército francés había fusilado a muchos madrileños de esos barrios, y el Rastro y sus gentes habían pagado bien caro su tributo de rebeldía.


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