Carlos Mejía Cabal, creador de El Transformista y un gran innovador.
El Rastro, adiós a una tradición
Me gusta el Rastro, aquí en el centro y ahora. Tal como es. Una mezcla de aficionados a mil temas, especialistas de sus propios gustos y recicladores natos de la pequeña historia de una ciudad, coleccionistas de cromos ávidos de primeras ediciones, buscadores de firmas desconocidas, incautos que pierden la cartera en un descuido y pequeños peristas de la pobreza.
Lo que sobrevivió a unos cuantos monarcas, a dos repúblicas y un par de dictadores va a morir de un plumazo por intereses muy particulares. Es cierto que muchos nos miran con malos ojos, somos un mercado básico, no tenemos el estatus de los anticuarios honorables que garantizan con su palabra lo que venden; lo que se compra en el Rastro conserva el origen dudoso hasta que llega a las manos del comprador o sale en los catálogos de las subastas. No parecemos tan honorables porque sólo se compra y vende lo que se ve, a cuerpo cierto. No obstante, somos un eslabón en la cadena para no perder la historia cotidiana de Madrid. Fabricamos abuelas blasonadas para los que acceden al poder por sorpresa y precisan lucir una falsa casta, y ponemos sobre las mesas objetos que son prueba de la agudeza y el saber del comprador.
El Rastro se quita el POLVO
“Cuando empezamos, en los 90, nadie entendía nuestras piezas –dice Juan Pérez de El Transformista, pionero del cambio junto al desaparecido Carlos Mejía–. A los mayores les parecían absurdas, y a los jóvenes les espantaban porque eran los muebles de sus padres. Además, ha llegado El Rastro de la especialización. Los vendedores ya no acumulan, sólo exponen lo que les gusta”. Nada queda ya de los ropavejeros, vendedores de ropa usada desde el siglo XIV. Ni de los curtidores de pieles llegados con el primer matadero municipal en 1497, que bautizó al barrio por el rastro de sangre que dejaban las reses al ser degolladas.